Inclusión social en América Latina y el Caribe: una mirada a la historia reciente
La evolución de la inclusión social en América Latina y el Caribe ha estado marcada por fluctuaciones importantes en las últimas tres décadas. Tras las severas crisis económicas que afectaron a varios países de la región a comienzos de los años 2000, la mayoría lograron retomar el crecimiento, acompañado de mejoras significativas en los indicadores sociales. A diferencia de lo observado en la década de 1990, el nuevo milenio trajo consigo una reducción notable de la pobreza y la desigualdad. Ello fue posible gracias a una combinación de políticas públicas y un contexto internacional favorables (Gasparini, 2019). El auge registrado entre 2002 y 2012, cuando se observó una caída acelerada de la desigualdad, se desvaneció a partir de 2013. La caída en la pobreza se dio de manera más sostenida a lo largo del período, con una leve desaceleración durante la década de 2010 en América del Sur con relación a Centroamérica y el Caribe. Más recientemente, la pandemia del COVID-19 supuso un fuerte retroceso para todos los países de la región, exacerbando las desigualdades preexistentes.
La pobreza no afecta de manera uniforme a toda la población. Existen marcadas disparidades según edad, género, región y origen étnico. Según datos de CEPAL (CEPALSTAT, 2024)1, los niños representan el grupo más vulnerable, con una tasa de pobreza del 43 % para los menores de 14 años, en comparación con el 15 % de los adultos mayores de 65 años en 2022 (gráfico 1). Las brechas regionales son significativas dentro de los países: las zonas rurales concentran gran parte de la pobreza extrema (17 % en comparación con 5 % en áreas urbanas) y presentan tasas de pobreza que, prácticamente, duplican las de las ciudades (39 % frente a 21 %). También se observan brechas de género, con una mayor incidencia en las mujeres (25 %) en comparación con los hombres (24 %) de la región.
América Latina y el Caribe se destaca por su notable heterogeneidad étnico-racial. De la población total, un 23 % se autoidentifica como blanca, un 43 % como mestiza, un 16 % como negra, un 7 % como indígena y un 12 % en otro grupo étnico o racial (Albina et al., 2024). Los grupos indígenas y afrodescendientes enfrentan tasas de pobreza considerablemente más altas: el 43 % de los indígenas y el 24 % de los afrodescendientes viven en situación de pobreza, superando al 21 % del resto de la población.
Gráfico 3.1 Pobreza según edad, región, origen étnico y género
A. Evolución de la pobreza por grupo etario, 2000-2022
B. Pobreza y pobreza extrema por región, origen étnico y género, 2022
A lo largo de las últimas tres décadas, además de la reducción de la pobreza y la desigualdad, varios indicadores sociales también mostraron mejoras, aunque con distintos matices. Por ejemplo, la región ha experimentado adelantos sostenidos en términos de salud, con caídas en la mortalidad infantil y aumento de la esperanza de vida al nacer. Las brechas socioeconómicas en estos indicadores, sin embargo, no se han cerrado (Bancalari et al., 2024). El gráfico 2 presenta la variación anual promedio de los valores de otro conjunto de indicadores, según el decil de ingreso de la población, entre 1992 y 20192. Los valores positivos de los indicadores reflejan mejoras para el decil correspondiente respecto al período base (década de los 90), excepto para el indicador de informalidad, para el cual un valor negativo refleja mejoras respecto al período base.
Hemos cerrado [brechas] en muchas áreas. Por ejemplo, en materia de educación, de fertilidad, el número de hijos que tienen las mujeres, de educación de las mujeres y de su participación en el trabajo, de expectativa de vida, de población en edad de trabajar como porcentaje de población total.
Con base en entrevista a Ricardo Hausmann
Se destaca la notable mejora global en la cobertura de educación secundaria en todos los deciles de ingreso, acompañada por un cierre de brechas entre los deciles más pobres y más ricos. Estos resultados son consistentes con la expansión significativa y generalizada de la educación básica que experimentaron los países de la región en este período. Un patrón similar se observa en el acceso al agua en la vivienda, un servicio esencial con especial impacto en la salud, aunque la magnitud del aumento ha sido más moderada. La cobertura de la educación superior aumentó en todos los deciles de ingreso, pero esta expansión ha sido especialmente mayor en los deciles más altos. Esta asimetría es preocupante pues queda en evidencia una perpetuación de las desigualdades, en especial cuando se toma en cuenta que las primas salariales de la educación superior son sustanciales.
En el resto de los indicadores, los resultados han sido menos promisorios, lo que pone en evidencia dónde están las barreras más inquebrantables para el progreso social. En materia laboral, la informalidad –que incluye asalariados no registrados, cuentapropistas no profesionales y trabajadores familiares no remunerados– cayó a nivel global, pero especialmente en los deciles más altos. En los deciles más bajos del ingreso, este fenómeno prácticamente no registra cambios. Los empleos informales, además de ofrecer peores remuneraciones y menor estabilidad, generan desigualdades en el acceso a la protección social que, en gran medida, sigue estando vinculada en la región al empleo formal. Finalmente, la tasa de propiedad de la vivienda cayó en los deciles más bajos, mientras se mantuvo constante entre los más altos. La tenencia de vivienda, si bien es una medida imperfecta por no contemplar, por ejemplo, aspectos de la calidad, es una buena proxy de la riqueza de los hogares, ya que para el grueso de la población es el activo más importante de su riqueza total (De la Mata et al., 2022).